Son las 9 de la mañana del domingo 8 de octubre, a esta hora debería estar corriendo el maratón de Chicago y probablemente estaría diciéndome: «¡pero qué necesidad!», a la par de disfrutar la ruta. La realidad es que estoy en el cuarto del hotel escribiendo estas líneas para dedicarlas al maratón que no corrí.
Ayer mientras buscábamos una de esas fotos eufóricas que quieren retratar todo lo que se siente concluir un ciclo con uno de los maratones más icónicos del mundo, no calculé mi aterrizaje y terminé con una fractura en el metatarso. Aquí la foto:
El resto es historia: Conocer un nuevo tipo de llanto, reconocerme en la frustración y encontrarme con el amor de mis personas. Recorrer hospitales y tocar la universalidad de la generosidad.
Y como el drama es lo mío… en este momento me visualizo entrando en la meta y no me gano una medalla física por haber corrido un maratón, me gano muchas medallas únicas: La medalla más amorosa otorgada por Brianda, gracias por sacrificar la comida, tu sueño y tu competencia por acompañarme. La medalla de la bondad otorgada por Carito. La medalla del compañerismo otorgada por el trío fantástico: Martha López, Nelly y Nadia. Las cinco son excelentes compañeras de viaje y han hecho de esta aventura, una experiencia más especial. Me quedo con la medalla de complicidad, otorgada por Josué que siempre está. Me quedo con la medalla de la amistad de todas las personas que, sin importar la distancia, están ahora mismo presentes: Blanca, Ana, Claudia, Marco, Rox, Tania, Dianita, Giselle, Zule, Ulises, Diana, Ramón, mi familia…
Hoy porto unas muletas como símbolo de que las caídas son necesarias para que las recuperaciones nos reconfiguren y fortalezcan. ¡La siguiente meta está por venir!
Siempre agradecida.
Antes de publicar esta entrada, me llegó una llamada de Be My Eyes y ayudé a una persona ciega a elegir su outfit de hoy. Todo es perfecto.
